No es un disfraz ni un escondite, es un símbolo del cuerpo que habito, de los cambios que a veces pesan y otras veces liberan. Me miro y me reconozco, incluso cuando no me gusta lo que veo. Esta imagen no busca esconderme, sino mostrarme desde otro ángulo: el de la transición, el de la reconciliación, el de la construcción de una nueva versión de mí.
Llegó abril y me di cuenta de que no tenía mi autorretrato de marzo. Estuve de viaje y esta vez no llevé mi cámara. Hoy, ya en mi lugar seguro, me atreví a posar, pero antes quise pensar en el tema del mes que terminó. Sin duda, el cuerpo que habito.
Los últimos siete meses han sido especiales, y eso incluye los cambios físicos que he atravesado. Con el cambio de estación saqué la ropa de primavera y, para mi sorpresa, pocas piezas me quedan. Aunque cada mañana frente al espejo noto las transformaciones, esperaba que fuera solo cuestión de percepción. Pero no. La realidad es que tengo quizá 12 kilos más, un abdomen más pronunciado y una flacidez que me hace sentir una década mayor.
No me gusta cómo me veo y menos cómo me siento. Esto no ha ocurrido de la noche a la mañana, pero las cosas que antes funcionaban para mantenerme ya no parecen hacerlo. Los 40 traen cambios de los que se habla poco. La perimenopausia es una realidad. Mi cuerpo no responde igual, aunque haga lo mismo, coma parecido y trate de llevar una vida saludable. A veces tomo el teléfono para revisar el clima y olvido lo que iba a buscar. Mi pelo cae a puñados en la ducha. Mi piel está tan seca que puedo escribir en ella con la yema de los dedos.
Recuerdo cuando usaba talla 4, el equivalente a una XS, y hoy difícilmente entro en la M. Curiosamente, en ese entonces tampoco estaba satisfecha con mi imagen. En mi juventud, hice muchas cosas para mantenerme delgada, hasta que mi cuerpo no pudo más. Llegué a tomar pastillas para inhibir el apetito durante más de un año. Eran medicamentos de prescripción, pero conseguía comprarlos sin fórmula médica. Apenas comía y dormía poco, porque tampoco me daba sueño. Socialmente, parecía perfecto. En mi círculo, salir de fiesta y beber a diario era lo normal. Yo podía aguantar dos o tres días seguidos sin dormir, algo que a mis "amigos" les fascinaba. Pero, en realidad, estaba llevando mi cuerpo al límite para ser aceptada, para ser vista.
El día que me detuve fue cuando, una mañana, vomité sangre. Ahí supe que algo estaba mal. Tenía una gastritis avanzada. Tuve que cambiar mi vida, incluso mi círculo social, porque de esa época solo queda el recuerdo.
Hoy abrazo a esa joven insegura y un poco perdida, porque a través de todo lo vivido ahora puedo tomar mejores decisiones. Agradezco que mis circunstancias han cambiado. Sin embargo, en el fondo, sigo comparando esos sentimientos de querer ser vista y aceptada de cierta manera.
Amo mi cuerpo, aunque hoy no me guste cómo se ve. A través de él he vivido las mejores aventuras y experimentado las sensaciones más profundas, y eso lo vale todo. Ahora, con más conciencia, busco otras maneras de llevarme al lugar donde quiero estar, de verme y sentirme como deseo.
Cuando el objetivo es grande, hay que abordarlo con calma, de a poco, con estrategia. Así, poco a poco, lo haré alcanzable.
He aprendido que el camino nunca es lineal, y que cada paso, por pequeño que sea, cuenta. Ahora me enfoco en cuidar de mí misma, no solo físicamente, sino también emocionalmente. Me he propuesto ser más amable conmigo y aceptar que el cambio es parte de la vida.
Entiendo que mi cuerpo es un aliado, no un enemigo, y que merece ser tratado con respeto y cariño. Cada marca, cada línea que se dibuja en mi piel, cuenta una historia, una vivencia que me ha hecho la persona que soy hoy.